Contando un Cuento

A mí siempre me ha gustado escuchar buenos cuentos y hasta intenté un día escribir y narrar uno. Fue algo arriesgado de mi parte, era muy niña y aun no entendía bien eso de modular la voz, mover las manos, ganar la atención del público… pero tenía una historia, una muy buena historia para una niña de 10 años que se las quiere dar de narradora oral. Era la primera vez que me arriesgaba sola a algo que me gustaba y me presenté para un festival donde se iban a hacer muestras de todo tipo (culturales, gastronómicas, etc.). Tenía miedo porque para ese festival nadie se presentaba solo pero yo era consciente de que no tenía amigos y me había acostumbrado a esa soledad, así que recordé un viejo sueño que me había atormentado en algún momento, lo reviví y me enfrenté a él: me imaginé una macabra escena con un asesino fantasma y una mujer degollada, un espejo desmoronándose, una casa tan blanca que producía náuseas, unas paredes que escupían el color y un piano encantadoramente diabólico.

El cuento nació fácilmente, lo escribí a mano y con lápiz, lo guardé por dos días y luego lo volví a revisar. Muchas ideas habían aparecido en mi cabeza: darle un rostro al asesino, justificar la muerte, acariciar un arma en vez de un montón de vidrios, pero así como la madre, que se dedica a la dulce espera durante nueve meses, ama a su hijo tal como lo ve al parir, yo quería a mi cuento tal como estaba y no lo iba a modificar. Ahora le había llegado el momento de ser escrito en un papel decente y ser narrado con toda la intensidad que se merecía.

Como siempre he tenido el complejo de que mi letra es fea, le pedí a una tía, que ha sido cómplice en todas mis ocurrencias, que escribiera ella el cuento en un pergamino grueso que yo había conseguido. En esa época mi papá me empezaba a dar dinero para que comprara mis onces en el colegio, eran exactamente dos mil pesos que me daba todos los días, de lunes a viernes, con los cuales yo compraba un pastel del pollo de ochocientos y una gaseosa de setecientos, los quinientos restantes los guardaba siempre y ahí empezó mi costumbre por mantener algo de dinero ahorrado. De ahí saqué para el pergamino, una pluma y una cinta roja que amarré a mi cuento una vez estuvo listo.

No tuve que leerlo muchas veces para aprendérmelo, a lo mucho fueron dos, y es que claro, lo conocía bastante bien, había sido mi sueño más de una vez y ahora yo lo quería poner en la imaginación de muchos otros. Me preparé sola para la narración, frente a un espejo –del cual sentía miedo porque, al igual que en la historia que iba a transmitir, mi reflejo se fragmentara en miles de pedazos y uno de estos destrozara mi cuello de extremo a extremo- y llegó el día de la audición.

El día anterior había decidido que para la presentación ante el jurado iba a usar ropa negra: un pantalón, un saco cuello tortuga, unos zapatos sin mucha gracia y un gorrito que alguien me había regalado (el cual tenía un “Winnie Poo” que yo me encargué de desaparecer) todos ausentes de color. Las gafitas azules que usaba no me ayudaban mucho y no decidí qué hacer con ellas hasta que llegó mi turno para presentar la propuesta. Cuando entré me recibieron dos mujeres y un hombre, me preguntaron qué quería exponer, cuando les hablé de una narración se miraron entre sí intercambiando gestos de risa no muy bien disimulados. Me preguntaron si llevaba la propuesta escrita y les entregué el pergamino, lo leyeron en silencio y se miraron de nuevo pero esta vez la risa había desaparecido de sus rostros. Me cuestionaron si alguien más había escrito el cuento, a lo que respondí negativamente. Luego, uno de ellos -que era profesor de literatura- dijo que no se podía desconocer que la narración oral era una muy buena muestra cultural y que nadie más había llegado con una propuesta de este tipo, que lo único que hacía falta era comprobar si yo sí podía crear una historia que se convirtiese en un imaginario colectivo y decidió ir a buscar un curso entero para que viniera y así se evaluara su respuesta ante mi actuación.

En ese momento entré en pánico. Me temblaban las piernas, tuve náuseas, sentía que me iba a desmayar, yo sabía que mi suerte no me favorecería y que traerían a mis propias compañeras a escuchar el cuento que yo había creado y eso era lo peor que me podía pasar. Cuando sentí la voz del profe Virgilio pidiendo a las demás que entraran al salón en silencio y se sentaran rápidamente lo único que se me ocurrió fue aprovechar mi mala visión y quitarme las gafas para así no percibir el rostro de ninguna de las personas que ahí estaban. Respiré hondo, me quité las gafas y giré mi cuerpo hacia el público que me esperaba.

Me presenté como si fuera una desconocida, quise hacerlo lo más profesional posible, empecé a narrar de una forma pausada pero haciendo énfasis en cada detalle que me parecía importante. Mis manos empezaron a volar por si solas y todo mi cuerpo se convirtió en un medio de expresión para que la historia se hiciese visible en sus mentes. A medida que avanzaba escuchaba cómo algunas contenían la respiración, cómo otras emitían sonidos de asombro y hasta un grito que se escapó cuando subí tanto la voz para representar la escena mortal y la niña se imaginó el deceso que yo estaba narrando.

El final fue inesperado, no solo porque mi cuento acababa sin resolver los interrogantes que planteaba, sino porque esas niñas que yo jamás concebí como mis amigas, me aplaudieron y me felicitaron. El jurado decidió que yo me podía presentar en el festival pero me pidieron algo de escenografía para lo cual mi papá y yo pasamos la noche en vela construyendo con palos, cartón-cartulina, un marcador y mucha paciencia, una casa blanca que simulara a la de mi historia, con una puerta real desde la cual yo salí a la hora de narrar y tras la cual se escondió una compañera que se ofreció para ayudarme a imitar ciertos ruidos que si bien mi voz los producía, me desgastarían por completo debido a la cantidad de veces que iba a tener que narrar.

Yo no podía creer que alguien se hubiera entusiasmado con mi historia, menos que alguien me ofreciera ayuda, estaba feliz. El día de la presentación del festival, estuve narrando desde las 8:00am hasta las 3:00pm. Tenía breves espacios para descansar, había guardado silencio los tres días anteriores para cuidar mi voz, tenía algo de panela y una botella de agua que me ayudaron bastante cuando, ya por el medio día, la garganta me empezaba a arder.

Quienes escucharon mi historia me felicitaron y me invitaron a que siguiera narrando porque lo hacía bastante bien. Mi “stand” fue uno de los más visitados ese día, hubo mención especial por él y un narrador oral que fue a verme quedó encantado, me invitó a que asistiera a su colectivo y participara en talleres que me permitirían mejorar mi técnica, se ofreció incluso a hablar con mis papás, pero infortunadamente esto no fue posible porque no había quien me llevara, quien estuviera pendiente y para ellos la prioridad era que yo estudiara.

Esa ocasión quizá fue olvidada por los profesores, por mis compañeras, por mis padres e incluso por aquel narrador. Ese evento no existió para ellos, solo existió para mí porque en aquel instante yo no llevaba puestos los anteojos de la realidad, me los había quitado y dejado a un lado, no vi a nadie, nadie estuvo ahí para mí, solo estuve yo y mi cuento, mi imaginación y mi voz.

No sé por qué cuento esto hoy en este blog, mi intención era hablar de los cuentos que a mí me gustaba escuchar, muy diferentes a los que hoy en día se han puesto de moda, pero vino este precioso recuerdo a mi mente y no pude resistir la tentación de revivirlo. Espero que ustedes sepan entender.


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Quiero leer el cuento;
Pero prefiero quedame con la duda.
La incertidumbre, aveces cumple mejor trabajo que la Verdad.
Dreamer ha dicho que…
Suele suceder que se quiere hablar de algo, pero se pierde el inicial sentido en el transcurso de las palabras; como diría, quizá, Rodrigo Soto, el escritor no es más que el medio por el que la historia sale a la luz.

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