Irreversible
Despacito y
con buena letra. Eso, así, vas muy bien. No, no aprietes los dedos, deja que la
mano se deslice, tienes que mover desde el codo. Así, muy bien, las letras
gorditas como las de papá. Un día vas a escribir como él.
Recordaba esas palabras mientras pasaba la vista
por su libreta, llena de garabatos y “escrita en arameo”, como solía bromear. Viajaba
en el colectivo y de repente, una idea sobre su tesis le atravesó la cabeza,
revoloteó en su maleta en busca de un bolígrafo, pero cuando lo encontró el
temblor de sus manos y las ondulaciones del pavimento le impidieron escribir –Ya la recordaré y si no lo hago, no era tan buena-
pensó y dejó caer los materiales en su bolso.
El colectivo –uno de los pocos que quedaban en la
ciudad- entró al centro por la Carrera Quinta, que se abría paso en medio de
casas coloniales y edificaciones restauradas que –decían algunos- habían sido
testigos de independencias, fugas, tretas, muerte y vida. Suspiró sin voluntad
y le pidió al conductor que se detuviera. Descendió del vehículo unas tres
cuadras antes. Sujetó con ambas manos las tiras de su morral, subió por una
pequeña pendiente empedrada donde se alzaba el Camarín del Carmen y llegó hasta
la Carrera Cuarta, que al estar a mayor altura tenía más ondulaciones que la Quinta.
Caminó en dirección al norte, liberada del afán
de los días de oficina y sólo pensando en sus pasos. De repente, un olor a café
la alcanzó y la sedujo hacia una de las pequeñas tiendas que quedaban en una
esquina.
–Buenas vecina
¿Tiene café?- preguntó a pesar de lo obvio
–Sí, señorita. Molido aquí mismo ¿Cómo lo quiere,
tinto o perico?
–Tinto, sin azúcar y con limón.
–¿Y eso no es muy fuerte para usted, mija?
–No, señora. Ya es costumbre.
Unos cinco minutos más tarde, la tendera, una
mujer de cabello entre cano que le llegaba hasta los hombros, el rostro surcado
por algunas arrugas alrededor de los ojos y las mejillas ligeramente caídas; le
acercó con sus manos regordetas, que no se compadecían con su cuerpo ligero,
una taza de café, con un olor que sentía en la garganta y una acidez que abría
su nariz. Se sentó cerca a la puerta, mirando hacia la calle, tuvo deseos de
encender un cigarrillo, pero recordó de inmediato su determinación de dejar de
fumar. En un ritual parsimonioso bebió el tinto mientras dejaba que la vida
pasara, viendo transitar los autos, los colectivos, las motos, los niños, sus
madres, las parejas, los solitarios.
-¿Qué le pasa, mija?- inquirió la vecina al notar
que algunas lágrimas se desprendían de los ojos de la joven.
-Nada vecina- respondió sin retirar la mirada de
la calle.
-Una no llora por nada- insistió la anciana.
-A veces sí. Cuando uno no sabe qué es lo que le
duele, llora por nada y por todo.
-Mija, una sí sabe lo que le duele, lo que pasa
es que tiene que pararse a sentirlo. A ver, míreme- al oír esto, Alicia puso su
mirada en la tendera –Usted trae roto el corazón, mi niña, pero no es por un
muchacho. Es como si quisiera irse y perderse, como si algo la estuviera ahogando.
Con el valor hecho pedazos, Alicia dio rienda
suelta a las lágrimas. Lloró como si estuviera perdida, como si se acabara el
mundo. Lloró con el rostro entre las manos, con el olor del café aún fresco.
Lloró como si acabaran de invitarle a su propio funeral, lloró hasta que el
nudo que traía en el pecho se desató, se hizo lágrimas y navegó por su cuerpo
hasta desaparecer. Lloró hasta que el llanto le mareó y le produjo dolor de
cabeza.
Pero la tendera, Carmelita, no se movió, no le
pidió que se calmara. Los años la habían hecho sabia, estuvo detrás de ella,
posando las manos sobre los hombros de la joven dejando, que el veneno saliera,
sólo así llegaría la cura.
Cuando notó que las lágrimas disminuían, fue a la
parte trasera, sirvió un poco de aguadepanela que mantenía para los turistas a
los que les daba soroche y les agregó unas hojitas de toronjil.
-Tómese esto, mija- dijo al regresar a la silla.
-No sumercé, gracias pero con el tinto estoy
bien.
-Tómeselo, usted lo necesita y no se lo voy a cobrar-.
Alicia se sintió avergonzada en ese momento ¿Cómo había adivinado la tendera
que apenas tenía el dinero para pagar un café y el colectivo de regreso?
-Gracias- dijo bajando la mirada y recibiendo
tímidamente la taza.
-¿Usted cómo se llama?
-Alicia, mucho gusto- respondió mientras soplaba
el aguadepanela para acercarla a su boca.
-Usted ha venido a muchas veces por acá y ni nos
habíamos dicho el nombre. Yo soy Carmen.
-Y todo el mundo le llama Carmelita.
-Menos usted, que me dice “vecina”.
-Es que me da pena.
-¿Pena de qué?
-Pues de ser muy confianzuda.
-Y entonces por no ser confianzuda termina siendo
grosera, sin saludarme.
-¡Ay no, señora Carmen!, no es grosería, es que
no hay confianza-. Entonces la anciana soltó una carcajada tierna e interrumpió
las disculpas de Alicia.
-Tranquila, mija. Es molestando ¿Va para la
biblioteca?
-Sí, señora.
-¿Y se va a quedar hasta tarde?
-Pues no sé, de pronto. Todo depende de qué tanto
me rinda. Hay días que escribo mucho, otros en los que todo me distrae.
-Yo no la veo a usted con ganas de estudiar.
Tenga cuidado si se va a quedar hasta tarde, andan robando mucho aquí, en el
centro.
-Gracias por el consejo, pero eso en la
biblioteca no pasa nada. Siempre es lo mismo.
-A veces las calles parecen las mismas, cuando ya
son totalmente diferentes. No se confíe.
-Bueno, señora. Gracias- dijo la joven en tono
complaciente y habiendo terminado su taza, se levantó para ponerla en el
mostrador y pagar el tinto a Carmelita. Una vez hecha la transacción, se
despidió con amabilidad y siguió su camino.
Subió lo que parecía la cumbre de una pequeña
colina, mientras de nuevo sujetaba con las dos manos las tiras de su morral, unas
pequeñas gotas de agua llegaron a su nariz arrastradas por el viento. Llevaba
el cabello suelto y éste se enredaba en sus propios hilos, haciendo una maraña
en su cabeza, como una sátira de lo que ocurría en su mente. Se le iba a
esponjar el cabello, pero hoy no importaba, hoy no era día de oficina. Miró al
cielo y, describiendo una parábola, se encontró con el cerro de Monserrate
¿Cuánto hacía ya que no subía? Se perdió en las nubes y advirtió un nubarrón
que acechaba al cerro por detrás. -En el
norte debe estar lloviendo… menos mal hoy no tengo que ir al norte. Más el
viento parecía caprichoso, empeñado en traer la lluvia hacia el sur.
Llegó a la biblioteca e inició el protocolo que
sabía de memoria. Saludó al vigilante, abrió a su maleta para que la revisara,
agradeció, caminó hacia la zona de búsquedas y antes de bajar la rampa que comunicaba ese espacio con el puesto de
entrega, pasó su vista de un extremo a otro, extrañándose con la poca afluencia
de público ese día, cuando el sábado, por lo general, es el día de la semana en
el que la biblioteca más se llena.
No tuvo que esforzarse mucho para hallar un
lugar, descendió la rampa, puso la maleta a un lado del escritorio ocupando uno
de los tantos computadores dispuestos para solicitar libros, buscó su
billetera, sacó el carné y digitó el número. Desde hacía años se lo sabía, pero
la costumbre es más fuerte que la memoria.
Inició la búsqueda como lo llevaba haciendo
durante el último año: “daño antijurídico”, “enriquecimiento sin causa”,
“Estado Social de Derecho”… derecho, derecho, derecho, ¿Cuándo iba a volver a
buscar “Borges”, “Allende” o “Pizarnik”? –Ya
habrá tiempo- se consoló evitando el ataque de frustración y tomando su
maleta para dejarla en uno de los casilleros. Por fuera se quedaron la libreta
y el bolígrafo.
Se dirigió por las escaleras a la sala de
Ciencias Jurídicas, un apéndice del gran salón de Artes y Humanidades que
quedaba en el cuarto piso. Usaba esta ruta porque le gustaba perderse en las
exposiciones de la galería de la segunda planta. Al llegar, encontró una
presentación de fotografías, acompañada de cronogramas, hojas de contacto,
cronologías, vitrinas y libros con imágenes del autor. Se perdió entre las
tomas de Cartagena, los personajes del circo, las marcas rojas que señalaban lo
editable, los rostros en los retratos de esos personajes históricos en sus
talleres, en la calle, en los techos, en su intimidad.
Sintió como si estuviera de visita, como si
saludara a Obregón y aquel le devolviera una mirada dura con el ceño fruncido,
como si Jaime Garzón con su sonrisa despreocupada la contagiara para que
mostrara sus dientes con alegría una vez más, como si Camilo le reprochara el
abandono de su amor, de sus pasiones. Con su mirada, Camilo le preguntaba qué
estaba haciendo con su vida y con su tiempo, qué le estaba entregando al mundo,
dónde estaban sus sueños y sus ideales. No soportó la presión de esas pupilas y
giró su cabeza en dirección contraria, pero sus ojos se enfrentaron con los de
Gonzalo, que salía de lo que parecía ser horno o una chimenea y continuó el
despiadado reproche que sus maestros habían iniciado. Acto seguido, Gonzalo se
sentaba en el piso al lado de una butaca, no dejaba de observarle
cuestionándolo todo, incluso la veracidad del momento. Notó que cerca al zapato
izquierdo tenía un libro de más de quinientas páginas ¿Qué habría estado
leyendo el nadaísta en ese entonces? ¿Por qué ese libro para esa foto?
De nuevo la calma se hizo añicos, más esta vez la
tristeza se transformó en ira, la frustración que había apaciguado hizo gala de
su violencia, la invitaba a gritar, pero la ironía de la vida la tenía en el
remanso del silencio y la paz. La quietud habría sido la condena final, así que
puso pies en polvorosa para alejarse de la galería, subir las cuatro escaleras
restantes y llegar a la Sala de Ciencias Jurídicas. Preguntó en el mostrador
por los libros que ya llevaban una hora esperando a ser reclamados. Empezó por
el de daño antijurídico, leyó información de Colombia y Francia, leyó
principios, citas de la Constitución, apartes de sentencias y de vez en cuando
tomaba notas con la monotonía de la niña que hace planas. Pasada una hora,
cambió de texto, era el turno del Estado Social de Derecho. Ahora leía
comparativos de Alemania y Colombia, citas de latinoamérica, un poco de
filosofía, un poco de política, un poco de entusiasmo pero nada que le
devolviera la sonrisa. Otra vez las notas, otra vez la quietud, otra vez la
resignación.
Hacia las cinco de la tarde -luego de lo que le
parecía una eterna jornada de estudio- tuvo que sacar los lentes pues su mirada
estaba cansada, tomó el último texto, el de enriquecimiento sin causa y empezó
a leer sobre sus orígenes romanos. La concentración la acompañó por diez
minutos y habiendo aceptado su derrota, cerró el libro, hizo una pila con los
cinco que había pedido y se dispuso a devolverlos.
Camino hacia la puerta se encontró con una
exposición sobre Alicia en el País de las Maravillas, la conmemoración de los
ciento cincuenta años de su publicación. Parece
que me escribieron en 1865, estoy igual de vieja. La ironía de nuevo,
Alicia contrariada y sin una sonrisa otra vez.
Salió de la sala estirando los brazos, subió al
quinto piso con el único propósito de tomar el ascensor que comunicaba directo
con la primera planta. La galería la quería evitar. Antes de pasar por su
morral fue la cafetería para beber el último café del día, pero la desilusión
que le produjo revisar sus bolsillos hizo que sintiera amargo incluso el sabor
de su saliva. Encontró un libro de cuentos tirado en una de las sillas y
poniéndolo sobre la mesa, se sentó a revisarlo. Por alguna extraña conspiración
del universo, el cuento que la saludó fue “Las Ruinas Circulares”. Borges, mi buen Borges- pensó y, con la
primera sonrisa sincera del día, inició la lectura.
En el momento más intenso, el del vértigo, cuando
iba a producirse el encuentro final entre fuego e hijo, el celular empezó a
vibrar con insistencia, ni siquiera recordaba que lo había llevado. Ante el
desespero que le propiciaba el zumbido, lo revisó con desdén ¡Cinco llamadas perdidas! ¡¿A qué horas?!
¡Carajo! Sabía que tenía que atender, la oficina la había alcanzado a la
biblioteca.
-¿Aló? Buenas tardes, María Cristina, cuénteme.
-Doctora, que pena molestarla, es que tenemos una
emergencia, el ingeniero ya se fue a atenderla, pero necesita que usted le
aliste los papeles.
-¿Y cuánto tiempo tengo?
-Pues él me dijo que los necesitaba para mañana.
-¿Mañana, domingo?
-Sí, doctora. Eso me dijo.
-Bueno, mándeme lo que tenga al correo y yo miro
a ver qué hago.
-Gracias, doctora Alicia, que termine de pasar
buen fin de semana.
¿Es en
serio? ¿No voy a dormir en toda la noche y usted espera que “termine de pasar
un buen fin de semana”?
–Listo, María Cristina, gracias. Nos vemos el
lunes.
¡Cuando me
paguen me voy a comprar un bulto de café y una máquina de capuchinos y un
molino y el cuento de Alicia y los cuentos de Borges y me voy a retirar al
campo y me voy a olvidar de la tesis!
Carajo,
¿Cómo voy a escribir sin pasión? ¿Cómo me voy a graduar? No estaba tan
equivocada cuando de niña pensaba que los abogados eran aburridos... ¡Ahg!
Cerró el libro y lo llevó al punto de devolución,
deseando que quien lo hubiese dejado abandonado no volviera a cometer tal
imprudencia, salió de la biblioteca, rumbo a la Carrera Cuarta para tomar el
colectivo que la regresara a casa. Al llegar a la esquina se sorprendió con la
transformación de la tarde. Sol y nubes habían emprendido una batalla por la
conquista del cielo. Los nubarrones, contando con la complicidad del viento,
extendían las filas de su ejército de vapores y lluvia a lo largo del
firmamento, mientras el Sol daba la batalla infiltrando espías de luz por cada
rendija no cubierta. La derrota del Sol estaba anunciada, la tarde llegaba a su
fin. El espectáculo del atardecer eran unas nubes violetas acechando al
tranquilo celeste, con un Sol fiero que agonizaba pero no se rendía.
Escuchó las voces de infantes a su lado. Sentados
sobre la piedra del jardín de la biblioteca, una niña de unos trece años guiaba
al que parecía ser su hermano menor. Ambos estaban ligeramente sucios en la
cara y en las manos. El pequeño tenía entre los dedos una cartilla de primeros
trazos y un lápiz desgastado, trataba de escribir sus primeras frases mientras
la niña le decía: Despacito y con buena
letra. Eso, así, vas muy bien. No, no aprietes los dedos, deja que la mano se
deslice, tienes que mover desde el codo. Así, muy bien, las letras gorditas
como las de mamá. Un día vas a escribir como ella.
El centro se sacudió con el grito de dolor que
salió del estómago de Alicia. Cayó de rodillas llorando, gritando, maldiciendo ¡La
normalidad la había atrapado! ¡El tiempo se había ido! Lloró su propia muerte y
en la tumba de ese atardecer quedaron escritas como epitafio las palabras de
Carmelita: a veces las calles parecen las mismas, cuando ya son totalmente
diferentes. No se confíe.
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