La Cena




Tomó con firmeza el frío corazón. A pesar de su temperatura aún producía unos lentos y débiles latidos. Lo observó por un instante recorriendo centímetro a centímetro cada pedazo de músculo y vísceras que tenía entre sus manos ¿A quién se le habría ocurrido representarlo con esa forma tan diferente qué solo había percibido en las fresas y las manzanas alguna vez? ¿Quién fue capaz de imaginar un corazón como las alas mutiladas de una mariposa que sólo llegaban a la mitad? Aunque pensándolo bien, aquel trozo de carne si se asemejaba a una fresa, a una fresa gigante y puntiaguda del tamaño de su puño, no era una fresa perfecta sino una a la que las hojas le salían asimétricas y descontroladas. Sí, esa era una mejor descripción. 

A su nariz llegó el aroma de los ajos y la cebolla que se encontraban sobre la estufa, hirviendo. Frente a ella, sobre el mesón, reposaba un afilado y brillante cuchillo, lo miró fijamente y otra oleada de aquel aroma le ratificó que había llegado el momento. Descargó el corazón sobre la mesa, empuñó el cuchillo y con sarcasmo observó su mano derecha mientras recordaba que el tamaño de su corazón se podía deducir del volumen de su puño. Sonrió y con un movimiento seco apuñaló la entraña que finalmente producía su último latido. 

Gotas de sangre que apenas podían brillar a la luz de una lámpara vieja, resbalaban cerca de la parte media de su pecho. Percibió el embriagante olor metálico y con suavidad tomó un pañuelo blanco para limpiarse. Realizó otro corte abriendo la carne por la mitad, luego adelgazó delicadamente el órgano muerto, consiguiendo cuatro pedazos exactos. Bañó sus manos con sal y masajeó con fuerza cada trozo de carne que posteriormente depositó en el agua hirviendo. 

Limpió de nuevo las gotas que resbalaban por su pecho como un río que va buscando un nuevo cauce. A pesar de sentirse débil, continuó con la receta vertiendo en un sartén un poco de aceite y se dispuso a sofreír algo de cebolla, apio y tomillo, después volcó la pasta de tomate dejándola caer lentamente y recordando la espesura de la sangre que ya había visto correr. Finalmente puso un poco de laurel, añadió agua y dejó que todo hirviera. 

Con regularidad revisaba la olla, comprobaba que los ajos se deshacían por completo y aguzaba el oído esperando a que su viejo reloj de péndulo campaneara indicando la hora; el esposo estaría en casa a eso de las ocho de la noche y la cena debería estar lista para ese momento. Con ayuda de una cuchara de palo revolvía la salsa de tomate -que ardía al fuego lento- para evitar que se pegara. Finalmente, del reloj salía el sonido de siete campanas, los ingredientes completaban una hora al fuego. 

Extrajo los trozos de corazón y los bañó dentro de la salsa. Dejó que se impregnaran por completo, mientras sacaba los platos y en ellos servía un poco de arroz. Tomó fresas y manzanas frescas que picó y mezcló con un poco de queso y lechuga. Repartió la ensalada en los platos de sus cuatro comensales y volvió al sartén para depositar en su destino final los cuatro pedazos de vísceras. 

De la nevera tomó una botella de vino argentino, su preferido, que había guardado para esta ocasión. Repartió los platos sobre la mesa del comedor, acomodó los cubiertos y dispuso de las copas vacías de vino que se llenarían una vez iniciara la cena. 

Subió a su cuarto, se retiró el delantal y de nuevo tuvo que limpiar gotas de sangre que aún aparecían, furtivas. En la pared, frente a su cama, colgaba un cuadro de la familia. Con el pecho desnudo se acercó a este y observó con detenimiento a sus integrantes. Los esposos se encontraban en el centro abrazados por la cintura y con sus manos libres se apoyaban en el hombro de sus hijos quienes estaban delante de ellos. El hijo mayor tenía un gesto de calma y amabilidad, sus ojos brillaban y una sonrisa que no mostraba los dientes le hacía ver aún más despreocupado. La hija tenía una raspadura en la nariz que se había hecho la semana anterior a la toma de la fotografía cuando, trepando un árbol, había resbalado y caído de nalgas al suelo. El hijo menor se aferraba a la mano de su hermana y miraba con firmeza a la cámara, cómo si su valentía estuviese a prueba en ese momento. Hubiera querido tener un brazo extra para abrazar también a su hija, pero el pequeño de la casa parecía haber comprendido aquel infortunio y en un gesto de amor cuidaba de la mano izquierda de la intrépida Salomé. 

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, sabía que pronto dejaría de verlos pero recordaba que ya tenían edad suficiente para arreglárselas por ellos mismos. El pequeño Tomás cursaba su último año en el colegio y Damián había abandonado la universidad el año anterior para dedicarse a sus pinturas. Salomé recorría las calles en su motocicleta desafiando las advertencias de su padre en tanto la madre sonreía cada vez que escuchaba ronronear el potente motor. 

El esposo era su enigma, treinta años a su lado no habían sido suficientes para predecirlo. Desde que lo conoció la intrigó con sus respuestas rápidas e inesperadas, era un hombre inteligente, generoso, que siempre aclaraba sus dudas y le hacía mantener los pies en la tierra. Había sido su compañero incondicional, su amante y su mejor amigo. No criticaba su locura, más bien disfrutaba de ella y la noche anterior a cada aniversario traía lirios rojos a la casa como muestra de su lealtad. 

El reloj de la sala sonó de nuevo, esta vez fueron ocho los campanazos. De inmediato tomó el vestido negro que había alistado para la cena y se lo puso con cuidado, luego sacó el collar de oro que había sido de su madre y se lo puso de manera tal que el dije de rubí bajara entre sus pechos hasta el esternón, aquello contrastaba perfecto con el corte palabra de honor del vestido. Calzó los tacones rojos y escuchó la puerta. Bajó y encontró a sus hijos varones entrando por la sala. 

-Te ves preciosa mamá ¿Qué celebramos hoy? –Preguntó Damián que observaba los ojos miel de su madre, tan iguales a los suyos. 

-¿Dónde está Salomé? –preguntó la madre ignorando la duda de su hijo 

-Fue al trabajo de papá, dice que hoy lo convencerá de venir con ella en la motocicleta –respondió Tomás reparando en las marcas que tenía su madre en el pecho. La mujer percibió su mirada y dijo despreocupada –creo que no me he limpiado bien los rastros de la cena. 

Esta respuesta fue suficiente para Damián quien se dirigió a la mesa, Tomás en cambio no dejaba de observar a su madre con cierta curiosidad y un dejo de tristeza que no comprendía. A lo lejos se escuchó el motor potente que avisaba de la llegada de Salomé, dos minutos más tarde aquella cruzaba la puerta. 

Traía el casco en la mano y un gesto de absoluta satisfacción. Detrás de ella ingresó el esposo con una sonrisa temerosa. Saludaron a la madre quien les invitó a la mesa, Salomé se retiró los guantes, mientras su padre acudía al lavabo para limpiarse. Una vez regresó todos dirigieron sus miradas expectantes a la bella madre y esposa que los había citado allí bajo una razón desconocida. 

-¿Y bien?- dijo Salomé impaciente -¿De qué se trata todo esto, madre? 

La mujer tomó aire profundamente y dejándolo escapar despacio, dijo –No necesito de ocasiones especiales para compartir un momento amable con mi familia, soy dueña de mis circunstancias y espero serlo hasta el final, incluso en el último para ratificar la frase del Doctor Juvenal Urbino “Cada quien es dueño de su propia muerte”, así que hoy quiero ser ama de este instante y regalarles la cena que he preparado, a la que le he puesto todo mi corazón para que ustedes sean felices. 

No era extraño que la mujer citara frases de sus obras favoritas cuando quería expresarles algo, por el contrario, estaban acostumbrados a que siempre les hablara entre autores y canciones, Damián presentía que de ella provenía su vena artística, que las palabras que ella tanto amaba, en él se materializaban en imágenes y sentía la necesidad de crear. Sin embargo, el esposo y Tomás intuían que algo más pasaba pero no se atrevían a preguntar. Salomé llenó sus pulmones con el aroma e impaciente dijo -¿Qué es lo que has preparado? Huele delicioso. –Ya se los dije –respondió de nuevo la madre –una comida hecha con el corazón. 

Sirvió el vino y brindaron por ellos. Se les hizo extraño que la mujer no comiera el mismo platillo sino que se dedicara a un caldo que en el que parecía no existir la carne. Rieron y recordaron anécdotas del pasado, comentaron sus vidas actuales y sus proyectos futuros. Evaluaron las posibilidades de cada uno de los hijos y estos se sintieron reconfortados ante la atención de sus padres. 

Tomaron el vino hasta terminarlo. Todos agradecieron la cena y coincidieron en que había sido la mejor comida que jamás habían probado. La carne no era del todo tierna, pero tenía un sabor extraordinario, al probarla todos se sintieron extrañamente alegres y aliviados. Salomé entró con cuidado la motocicleta y fue a su antigua habitación, pues desde hacía un año vivía en un departamento situado a las afueras de la ciudad. Damián canceló sus planes y Tomás supo que esta noche no podría leer. El esposo, sin embargo, había advertido de un compromiso con sus amigos, así que pidió un taxi. 

Antes de partir, se acercó a la mujer y encontró en sus ojos una nostalgia que le era ajena -¿Estás bien? –preguntó un poco preocupado. –Sí –respondió ella tranquila –sólo estoy un poco cansada por la cena, ya sabes como soy cuando me meto en la cocina. 

Sonó la bocina, el taxi había llegado -Volveré antes de que amanezca –afirmó el esposo –no trasnoches por mí, por favor. -Te aseguro que no estaré despierta cuando vuelvas –respondió la mujer mirándolo a los ojos. Él reconoció la mirada que ella usaba cuando decía algo realmente cierto e importante, no comprendía por qué se había asomado en esos momentos, quizá sólo quería hacerle sentir seguro. Le dio un beso en la frente y partió. 

Ella subió con pasos débiles a su dormitorio. Se desnudó y contempló como la sangre fluía libremente, esta vez no quiso limpiarla. 

En su habitación, Tomás sacó su viejo libro de citas. Era una agenda desgastada que había heredado de su madre quien había escrito las primeras frases indicando el libro y el autor al que pertenecían. No sabía por qué, pero quería revisarlas. 

Entre tanto, en el taxi, el esposo aún se preguntaba los motivos de aquella extraña cena. Escuchó a lo lejos los campanazos de una iglesia y recordó que su madre le había avisado por la mañana que era el día de pentecostés. Su esposa nunca había sido una mujer religiosa ¿Se había producido una conversión sin que él lo supiera? ¿Era el pentecostés la verdadera razón por la cual la mujer había preparado aquella comida? Decidió repasar las palabras de su esposa tratando de encontrar en ellas algún indicio que lo acercara a la respuesta. De repente perdió la respiración y se sintió mareado “Cada quien es dueño de su propia muerte” había citado ella. Si bien recordaba, aquella frase la había pronunciado el Doctor Urbino cuando Jeremiah de Saint-Amour se había suicidado y el suicidio había ocurrido un día de pentecostés. 

Quiso gritar pero el sonido no salía de su boca, tuvo que golpear su pecho y el conductor lo miró con sorpresa. ¡Regrese! –gritó -¡Regrese ahora mismo! ¡Quizá aún haya tiempo! –El hombre no sabía a qué se refería pero por el tono de su voz anticipó una desgracia. Viró a toda velocidad y condujo tan rápido como pudo hasta la casa en la cual había recogido a su pasajero. 

Llegó al cabo de unos minutos –¡Tomás!, ¡Salomé!, ¡Damián! ¡¿Dónde está su madre?! –Gritaba desesperado. Tomás fue el primero en acudir, aún con la libreta entre sus manos. Está en su habitación desde que te fuiste –respondió el hijo que empezaba a comprender lo que pasaba. Entraron corriendo al cuarto y allí la encontraron inmóvil, con las manos sobre el estómago, sin respirar y con un charco de sangre que no sabían de dónde provenía. Salomé llamó una ambulancia, cuando los paramédicos llegaron informaron que la mujer estaba muerta. 

Trasladaron el cuerpo para practicarle una autopsia. Tomás y el esposo estaba seguros de que la mujer se había suicidado ¿Pero cómo lo había hecho? Salomé y Damián consideraban que todo era una desafortunada coincidencia, su madre no los dejaría de esa manera. 

El forense observó el extraño caso: un cuerpo que sangraba sin razón aparente y unos ligeros moretones presentes en el pecho. Realizó las incisiones con cuidado y se aterró con lo que encontró. De inmediato llamó al investigador, le comentó su hallazgo y este se dispuso a contactar a la familia. 

-Verán, lo que hemos encontrado es un caso muy extraño, inexplicable, diría yo- Dijo el investigador cuando tuvo a todos los miembros de la familia en frente –El cuerpo, es decir, la mujer, bueno, su madre y… su esposa… no tenía corazón. 

-¿Cómo? –preguntó Damián sin entender -¿Me está diciendo que a mi madre le sacaron el corazón? 

-Así es- dijo el investigador sorprendido por sus propias palabras –y no sabemos cómo lo extrajeron ya que no hay rastros de cortes, sólo unos ligeros moretones. 

Para Salomé era imposible que su madre lo hubiera hecho, para Tomás y el esposo todo estaba claro, tragaron saliva y sintieron de nuevo el aroma del vino. De repente no pudieron más que recordar el sabor de la cena del día anterior. 




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