Reflexiones sobre el infortunio


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El infortunio llega y te saluda con un puñetazo en el estómago. Hubieras preferido la cachetada, la alerta, una mala mirada, no perder el aire de un momento a otro y estar lo suficientemente descolocado como para no entender nada de lo que pasa a tu alrededor. 

Estás en el piso tirado, es imposible recordar como llegaste a ese lugar, lo único que te interesa es respirar, aferrarte a respirar. Abres la boca desesperadamente y la primera bocanada parece no entrar, no fluye el aire y el pánico empieza a apoderarse de tu cuerpo. Tienes dos opciones que no conoces: ser presa del pánico, retorcerte, llorar y sentir como el aire te es cada vez más ajeno; o puedes mantener la calma e inhalar lentamente porque paradójicamente es así como el aire entrará más rápido a tus pulmones. 

¿Pero acaso se puede estar preparado para el infortunio? ¿No es esa imprevisibilidad una de sus características? ¿Existirá un momento oportuno para el desastre? No lo creo. La apuesta está entonces en vivir cada momento y circunstancia como el instante perfecto que desaparecerá en un parpadeo, en disfrutar cada palabra, cada roce, cada mirada, cada centímetro de aquellos dos mundos que por un momento se están descubriendo, conquistando. Se trata de saber que todo se va a acabar, que no se puede perder lo que nunca se ha tenido y que lo único que tenemos es nuestra propia existencia. No se puede perder de vista que siempre vamos a caer, el truco está en aprender de los gatos y procurar caer siempre de pie. 

De cualquier manera, el puñetazo llegará, la diferencia está en que habiendo disfrutado los instantes previos, será más fácil recobrar la respiración; no garantiza esto recobrar el curso de la vida anterior al desastre pero si la capacidad de levantarse, sacudirse el polvo y no ver el suceso como una tragedia. No diré tampoco que el golpe no duela y esto representa un inconveniente mayor pues estamos hablando de una categoría de dolor que va más allá de lo físico y puede llegar a convertirse en irracional.

Un tatuaje duele, por ejemplo, pero es un dolor que se asume, se espera y por lo tanto se maneja. Duele sentir aquellas agujas entrando y saliendo, el cuerpo reacciona con una tensión que la mente –en la medida en que acepta el dolor- logra interrumpir; el cuerpo sabe que algo está pasando pero sabe también que en algún momento terminará. La mente se encarga de la motivación y proyecta imágenes de bellos recuerdos, el cuerpo ya no se ocupa solamente del dolor sino de las mariposas en el estómago, de las risas no acomplejadas, de las mejillas ruborizadas… el dolor es un espectador, hace parte del conjunto pero no es el personaje principal. 

Pasan las horas y el artista finalmente acaba su obra, la piel está dolorida pero el dolor pasa desapercibido ante el júbilo del tatuado que se mira al espejo, re-descubre su cuerpo y asimila a su nuevo compañero, su compañero para toda la vida. 

Más el infortunio es menos controlable. La mente temerosa no es capaz de garantizar el final del dolor, no puede concentrarse en otro punto que no sea el desastre y las cavilaciones empiezan a girar en torno a respuestas que no nos pertenecen. Es la peor ruta que se puede tomar pero la que la mayoría elige. A mis veintitantos, si algo he aprendido es que la incertidumbre es una de las piedras que más entorpece nuestro camino hacia la tranquilidad: la ansiedad por saber qué pasó y entender las causas del infortunio pueden llegar a ser más fuertes e importantes que la superación del mismo. Nos encerramos en círculos que no tienen sentido, que no son beneficiosos, creamos nuestras propias ataduras y no dejamos ir aquello que nos lastima. Hemos aprendido que el dolor emocional es necesario para hacernos fuertes y la idea se ha distorsionado al punto de aferrarnos a ese dolor como si fuera lo único que tenemos. Ahora mismo vienen a mi mente múltiples frases que me han acompañado a lo largo de mi vida, cuando yo misma me he cansado de mi tristeza: “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”; “ten cuidado con la tristeza, puede convertirse en un vicio”; “hay placer en el síntoma”.

Si, el infortunio nos va a asaltar en cualquier momento, vamos a estar desubicados y vamos a recibir el golpe ¡Inevitablemente va a suceder! Pero podemos elegir entre ser nuestros propios mártires, nuestras propias víctimas –y nuestros propios victimarios, o ser los dueños de nuestras reacciones y nuestros sentimientos. El gato aprendió a caer de pie porque se cayó muchas veces y el perro dejó de buscar su cola cuando la mordió y supo que era suya, la experiencia es la gran maestra de la vida, los actos no se aprenden de los libros, no existe un manual para tomar buenas decisiones, ni un elixir de la felicidad, ni una fuente de la eterna juventud. La vida es eso que pasa ante nuestros ojos mientras nosotros seguimos permitiendo que se empañen entre lágrimas trasnochadas.

No se trata tampoco de huirle al dolor, se trata de entenderlo y asimilarlo, de recibirlo y ser capaz de darle trámite a través de nuestro cuerpo y nuestra mente para sacarlo ¡Es una obligación desacostumbrarse de la tristeza y la queja matutina! No es necesario martillar nuestra cabeza a punta de recuerdos, canciones y sólo hundirnos en una espiral de temor y desesperanza. La felicidad no puede ser el fin, más bien debe ser el medio, el camino, la elección y la tristeza debe convertirse en un espacio de reflexión, en un instante pasajero pero necesario hacia la valoración de las alegrías. 

¿Qué les importa a los otros lo que nosotros hagamos con nuestra vida siempre y cuando no causemos mal a nadie? ¿Qué importa estar o no dentro del promedio? ¿Qué importan las expectativas que se han creado en torno a nosotros? ¿Qué importa ser un ángel o un demonio o las dos? ¿Qué importa ser presa de nuestras locuras y travesuras? ¡¿Qué importa?!

La sociedad puede quedarse con sus reglas y sus prejuicios. Las manos pueden seguir apuntando con el índice y ser ignorantes de los otros tres dedos que se dirigen hacia quien señala. El desastre no nos va avisar de su llegada pero si podemos nosotros asumir mejores actitudes para sobrellevarlo. 

¿Te duele? ¡Dilo! ¡Grita! ¡Llora! ¡Sácalo! Pero no te quedes ahí. Asume, vive y siente tu dolor sin hacerlo parte de tu vida, hazte cargo de tus responsabilidades contigo mismo y no te juzgues, ocúpate por aprender y evitar recorrer los mismos caminos. Al final de todo, en el silencio de tu habitación sólo contarás con tus recuerdos y tu presencia, deja de ser tu propio verdugo y conviértete en tu amante más leal. 



Fénix

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