Los tres hitos

Viernes 23 de mayo de 2014


Hay tres cosas que debes hacer un día –me explicaba un profesor del colegio, una vez me gradué- ir a cine sola, entrar a un bar sola e irte de viaje sola. Han pasado seis años y puedo decir que cada hito lo he cumplido.

Fui sola a cine para ver una película de Harry Potter que no me iba a permitir pasar por alto, así a mi novio de turno le pareciera una soberana tontería. Al terminar la película, recuerdo que lo llamé para invitarlo a comer; cuando se enteró de que recién salía de cine, el cretino entró en cólera pensando que había ido con alguien más. Al final, terminé dándome un delicioso banquete con el dinero de una comida para dos, que incluyó uno de los vinos más sabrosos que he tomado en mi vida y a decir verdad, no puedo especificar con claridad si aquel sabor exquisito fue producto de su buena calidad, del buen servicio del restaurante o del placer de tener una tarde únicamente para mí, sin preguntas, ni respuestas, ni silencios incómodos, ni explicaciones o manuales de buena conducta.

La historia con el viaje fue más bien una huida. Fue un día de decepciones con la vida, con el concepto de “hacer las cosas bien” y una pelea con el medio del Derecho. Sucedió después de una clase para la cual debía acudir con una responsabilidad específica, llovía y el tráfico estaba insoportable, no tomé bus para no estropear el trabajo que llevaba, paré un taxi pero las vías habían colapsado con tal aguacero. Desde ese momento, reniego a diario del lugar donde vivo porque parece propenso, mucho más que el resto de la ciudad, a cualquier tipo de contratiempos, por más absurdos que parezcan.

Continuando con el relato, aquel día había despertado a eso de las cuatro de la mañana, había alistado desde la noche anterior la ropa que me iba aponer, la maleta que iba a usar, el material que debía llevar, todo. Pero nada de eso impidió que llegara a las 7:30 am a la universidad y me presentara diez minutos más tarde ante el profesor, quien no pudo más que endilgarme mi irresponsabilidad y mi ausencia de capacidades para ejercer como abogada en un futuro; ni qué decir, además, de la actitud de mis compañeros quienes (no todos pero si en su mayoría) querían quemarme viva en mitad del parqueadero de la facultad por haber sido la causante de la ira de uno de los profesores más emblemáticos de la carrera.

Aquel viernes fatídico las lágrimas vencieron al orgullo y se desbordaron ante quieres me respaldaban o me señalaban y tuve que soportarlas hasta un poco más del medido día, momento en cual el profesor nos abandonó y yo decidí huir para encontrarme. Llegué a mi casa, hice mi maleta y me fui para un pueblo cercano.

Alcancé a tomar el último bus que salía de la terminal, viajé en la noche y llegué a mi destino a eso de las once. El conductor se equivocó y me dejó a unos doscientos metros del lugar que le había indicado como mi parada; no le vi problema y me bajé en medio de la carretera. Empecé a caminar atravesando la noche, fui consciente del peligro cuando un auto pasó a medio metro de mí y sentí como uno de sus espejos laterales casi rozaba mi cuerpo; fue un buen instante para recordar la linterna de mi celular y encenderla, no tanto para iluminar mis pasos como si para declarar mi existencia.

Con esa luz blanca llegué hasta las edificaciones. El barrio se encontraba tranquilo y vacío, acompañado por los grillos cuyos sonidos manifestaban su presencia en aquella noche en que yo sentía que nada valía la pena. Caminé cerca de cuatro cuadras cuando me percaté de la presencia de unos almendros acomodados a cada lado de la vía, cuya sombra en aquel clima cálido debía resultar extremadamente provechosa al medio día, cuando el sol no diera tregua y se colara por cada resquicio imaginable; pero en aquella noche, esos almendros sólo hacían más oscuro mi camino, pues parecían burlarse desdeñosamente de las lámparas artificiales apostadas a cada lado de la vía.

Como a quien no le importa demasiado su suerte, caminé hacia esa cuadra dispuesta a atravesarla. Llevando no más de diez metros por el camino de los almendros, apareció un motociclista que se detuvo a hacerme conversación. No me preguntó mi nombre pero sí hacia dónde me dirigía, con cuidado señalé un punto cercano y entonces se ofreció a acompañarme y llevar mi maleta.

Quizá con el pensamiento infortunado de que nada podría salir peor, quizá por el cansancio de la mente y el cuerpo o quizá apelando a la irresponsabilidad con que se me había acusado con anterioridad, le entregué mi maleta y me dediqué a caminar a su lado. Para mi suerte no aceleró, hizo la macha lo más lenta posible y me habló de la espesura de aquellas noches que había estado recorriendo. Me entregó mi maleta cuando se lo pedí y me abandonó sin ningún interés más que el que proporciona haber realizado la buena acción del día.

Tuve que caminar dos cuadras más hasta que llegué a la casa indicada donde me esperaba una anciana de palabras fuertes y corazón noble aunque endurecido por los años y la experiencia: mi tía abuela.

Una desconocida para mí, a decir verdad. Lo esperé todo menos su gesto amable de recibirme, esperarme y alimentarme. En aquel fin de semana comí uno de los platillos más deliciosos de mi vida: arroz atollado preparado por ella. Fue la oportunidad de conocerla, vivirla, cuestionarla, tomar vino, compartir literatura y disfrutar al lado de la piscina de Víctor Hugo y sus Miserables. Fue perfecto encontrar a alguien que no sólo respetara los silencios, sino que no los encontrara incómodos. Hablar de ella, conocer su vida y sentir la nostalgia, el domingo por la tarde, de tener que regresar. Hubiera querido detener el tiempo, más tuve que entender la justa medida de las experiencias y la necesidad de querer regresar.

Al final, pasé la materia luego de dos preguntas imposibles en el examen final que me hicieron habilitar y la promesa eterna de alejarme del mundo de las sucesiones tanto como me fuera posible.

Hoy es un día memorable para mí último hito. Agobiada y ansiosa con la inminencia de unos exámenes preparatorios que se supone evaluarán mis aptitudes como abogada, entré a un bar cercano a la universidad. Entré a mirar cómo es la gente, cómo somos los universitarios, cómo son los que se gradúan, cómo miran a una vieja loca que toma cerveza sola y escribe sandeces en su block, cómo se miran entre ellos y comparten experiencias e interrumpen monólogos para contar su propia historia. Miro en todas las direcciones: nadie de Derecho en esta desafortunada Comedia, todos perdidos y ansiosos en otros asuntos. 

El bar se llena y mi mesa para cuatro subutilizada por una, empieza a pesar ¿Y si no paso los preparatorios? ¿Y si no puedo graduarme? ¿Qué tan buena abogada puedo sentirme? ¿Qué tan buena persona soy? ¿Qué pensarán de mí mis padres, amigos, aquellos a los que más quiero?

Bueno, sólo puedo decir que a mi ex lo superé, sucesiones la pasé y con los preparatorios ya veremos qué pasa.

...y si los paso, sólo puedo recomendar seis cervezas negras, algo de rock, un poco de reflexión y la compañía que nunca falla: uno mismo.
Fénix

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