XXXI - Litio

Llegó la pena oronda
a reírse placentera,
con esa risa socarrona
en mi cara agorera.

Me señalaba
intimidante,
y con su risa macabra
de mi dolor hacía una espera.

La pena se reía
y yo quería matarla,
acuchillar la risa de mi pena
y de un machetazo acabarla.

¡Cuánta violencia en ese pensamiento!
me gritaba la cordura
y el raciocinio era todo lo que tenía,
mientras la pena en el pecho calaba.

¡La mato!, ¡La mato!, ¡La mato!
Gritaba mirándome al espejo,
mi retrato respondió,
ella también con una sonrisa:

“La pena no se muere si no la lloras”.
Dijo mostrando la mitad de los dientes.
Mis manos fueron a mi garganta buscando aire,
tocaron mi rostro anhelando una expresión.

El litio insensible se escondía
y en mi bolsa aguardaba a la siguiente comida.
Escuchaba de cuclillas la risa de la pena
y con vergüenza reconocía haber escondido mis lágrimas en mis venas.

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