Revelación






Estaba sentada en las escaleras, con la mirada perdida en algún pensamiento que su mente fabricaba en ese instante, la espalda ligeramente inclinada hacia adelante, el cabello suelto -tan rebelde como siempre le dio la gana de ser-, las manos estilizadas y delgadas eran las mismas, en la izquierda permanecía intacto su cigarrillo, siempre desgastándose, siempre llegando a los tres cuartos, nunca consumido totalmente.

Sin retirar la mirada, llevó su mano a la boca y aspiró una bocanada profundamente, apretó los labios y luego, abriendo despacio y débilmente su boca, dejó que algo de humo se escapara suavemente. Aún no se percataba de mi presencia, eso era claro.

Decidí esperar, quedarme un momento al costado. Esta era una de esas oportunidades que no se pueden desperdiciar.  Mientras tanto, ella revisó su reloj con curiosidad, movió la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación, nunca le gustó esperar; después, con su pulgar dio un par de golpes al filtro del cigarrillo y en ese momento recordé que no conocía a nadie más que lo tomara de esa manera: entre los dedos medio y anular. 

Me sorprendí recordando sus pequeños detalles, era extraño remembrar tanto cuando había pasado mucho tiempo, cuando yo jamás había sentido pena por su ausencia. Pero debo reconocer que era delicioso observarla, en su impaciencia, en su inocencia, esa que ni  la adultez ni siquiera la pena, le habían logrado arrancar. 

La impaciencia se apoderaba cada vez más de su cuerpo. Las piernas que permanecían cruzadas, intercambiaban papeles, quizá queriendo aliviar la tensión; su pie izquierdo empezó a moverse en un modo en que no llevaba ritmo, pero sin duda estaba acelerando. De nuevo revisó su reloj y levantó la mirada echando un vistazo alrededor queriendo encontrar un rostro conocido, sin embargo yo estaba lo suficientemente lejos para no ser visto o quizá su mente -poderosa y caprichosa- no quería verme.

De repente un desconocido se le acercó. De inmediato me puse a la defensiva… aun no entiendo esa actitud. Intercambiaron palabras, aquel le regalaba una sonrisa, mientras ella evadía su mirada y se mostraba incómoda; me pregunté si sería necesario intervenir, pero a los pocos segundos el extraño se marchó con la derrota dibujada en su rostro en tanto ella tenía un brillo de victoria en sus ojos. 

Sus ojos, aquellos vivos, juguetones, inquietos, coquetos. Esos ojos, ¡Sus ojos! No los olvidé jamás. En las noches tenía la extraña sensación de que me observaban desde algún lugar. Una vez cada quién pronunció su despedida y el adiós fue inevitable, llegó al parque ubicado frente a mi departamento una lechuza. Todas las noches la veía, pero era ella quien me observaba a mí, recordándome esos ojos que me desnudaban, que me escudriñaban el alma. No, sus ojos no los recordé porque en realidad nunca los olvidé. Cada parte, cada pestaña, cada ilusión que se escondía tras ellos, cada distracción detrás de la cual viajaban… los ojos soñadores, siempre iluminados.

Decidió ponerse de pie. La impaciencia invadía cada parte de su cuerpo, no obstante, yo no me sentía culpable sino inmensamente complacido. Más no me alegraba de hacerle pasar un mal momento, no. Me sentía privilegiado ante aquel espectáculo que me proporcionaba observarla, no entendía cómo, teniendo tiempo y oportunidad suficientes, jamás lo hice cuando la tuve cerca, pero ahora que me era tan lejana me resultaba más inquietante, era el placer el que no me dejaba avanzar. 

Pero ella perdió la paciencia, dio unos cuantos pasos yendo de un lado para otro, la gente a su alrededor parecía invisible. De repente la vi más alta y descubrí los tacones de aquellas botas que se ajustaban perfectamente a sus piernas. Solo eso había cambiado en su figura, lo demás estaba intacto, tal como yo lo recordaba.

Observé como tomó su celular y, casi de inmediato, el mío empezó a vibrar en mi bolsillo. No quise contestar. Luego vino un intento más y de nuevo mi negativa. Ella había perdido la paciencia, era obvia su partida. Sin embargo, no me moví, no pude ir tras de ella, recordé la cita que habíamos fijado luego de un par de mensajes, escritos con la emoción del rencuentro. Era mezquino acércame cuando ella confiaba en un sentimiento que anteriormente no había existido en mi.

No comprendí el vacío que sentí en el estómago ni el temblor que se produjo en mis manos cuando la vi darse la vuelta y caminar en dirección opuesta a mí. Tuve ganas de abrazarla, de besarla, de salir corriendo tras de ella. En mi mente corrí, la tomé del brazo y la besé apasionadamente, pero mis pies permanecieron allí, inertes. La dejé ir, y esta fue la primera vez en mi vida en que la extrañé…


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Gracias, hacía falta.

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