Víspera


Dolorida y agobiada, 
con las llamas cada vez más débiles 
y sabiendo próximo el final de esta vida, 
el ave Fénix se retorcía en dolores buscando 
el camino de regreso al nido. 
¿A dónde irán tus alas cuando el cielo ya no sea suficiente?





La vida y la muerte, tan cercanas en este tiempo, conjuraban sentencias que sólo serían develadas con el tránsito de los días -y de las almas. Los muertos se revolvían en los recuerdos, en los corazones, en el viento. Los muertos estaban vivos aunque muchos no querían saberlo. Los muertos estaban de visita, venían a contemplar la renacencia.

Los vivos estaban anestesiados, muertos, ellos sí, en sus vidas, olvidados de si mismos y del mundo. Incapaces de leer las señales, las piedras heladas que el cielo lanzaba en medio de rayos del Sol incandescente; sólo podían vagar -ora no vivir- en este mundo de verdades develadas y ciegos hechos no de naturaleza sino por elección.

Las nubes se cerraban y el Sol batallaba contra ellas, pactaron una tregua y vino un arcoíris. El vuelo se hacia lento, el ave estaba cansada.

Sólo una cosa era cierta en aquel instante extraño que aún no sería comprendido: el Fénix agonizaba en sus propios brazos, no era el hielo quien apagaba sus llamas, era su propio fuego el que ardería hasta consumirse. 

Las llamas se avivarán y dejarán ver la fuerza en todo su esplendor y una vez en el nido, la muerte será puntual, saludará una vez más al agonizante y llenará de paz su dolor. De nuevo será otro tiempo, otra era, otro momento. Volará otra vez llevando a los muertos sobre su espalda, no como un carga, más bien como una bendición.

Y los muertos vendrán otras muchas veces a presenciar la renacencia y los vivos seguirán esa vida en la que, en el fondo, sienten que algo pasa. 

Pronto...

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